El loco, continua su recorrido por las calles, arrastrando sus ropas, su basura, su olor, su alma.
Fascinado por la ciudad que lo había embrujado, la misma ciudad que lo había parido y que lo había amado, a la que el loco se rendía y de la cual soportaba todo. La ciudad que lo había esclavizado a su seno y lo había condenado a vivir en el torrente de sus calles como venas, a recorrerlas de principio a fin, sin parar, a dormir acurrucado en una de sus infinitas graderías o en los arbustos del río o en la puerta de algún bar. A soportar frio, lluvia, granizo, patadas de policías, insultos de borrachos, burlas de niñitos bien, empujones, escupitajos y alguna que otra caricia de hombres maquillados pasados de tragos y de polvo de coca. Lo había condenado a comer basura, frutas podridas o solo sus cáscaras, a roer huesos de pollo, a rebuscar pedazos de carne entre sobras, a comer una pieza de pan duro de vez en cuando y a relamer envases de helado…
En fin, al loco no le importa nada, se detiene, sonríe, busca algo que ya no recuerda, habla con alguien que ya no esta y acepta su destino. Se limpia la saliva remanente de la boca con el pelo largo, tieso, duro de mugre y grasa mientras se orina en los pantalones roídos, rotos, parchados, cosidos, enmohecidos, ensangrentados, congelados, derretidos, colados unos con los otros.
Entonces vuelve a sonreír y a repetir frases inentendibles, toma su basura, sus bolsas, sus cartones y continua su recorrido condenatorio por las calles, desprendiendo ese olor que cada parte de su cuerpo semi podrido emana distintamente, pero al mezclarse prodce un aroma tan fuerte y penetrante que fácilmente confunde a quién lo siente y se mimetiza y se transforma. Es un olor como a río, a soldado, a ceviche, a monja, a jailón, a ropa sucia, a minibús, a arroz quemado, a pasankalla, a pañal, a cerveza, a chicharrón, a frenos quemados, a vaca, a sangre, a leche, a vómito, a perro mojado, a clefa, a lápiz labial, a masa de pan, a manta de chola, a baño público, a ajo, a humo, a q’owa, a incienso, a media nylon…
Tal ves esa era la razón por la que toda la gente que pasa cerca de él, haga una cara de asco pero a la vez aspire profundamente y mire de reojo y trate de escuchar sus balbuceos, dando de esta forma una especie de éxtasis a sus morbosos sentidos.
Pero el loco no los mira, no los huele, no los escucha. Sigue su camino mientras se hurga la nariz y se rasca el poto y vuelve a buscar aquello que ya no recuerda y de pronto llora por nada o ríe por todo…condenado, embrujado, agarrado por esta ciudad tan extraña, tan poderosa, tan madre, tan bruja, tan puta, a la cual pertenece como un esclavo, hasta su muerte en una de sus venas como calles o en una de sus calles como venas…
Fascinado por la ciudad que lo había embrujado, la misma ciudad que lo había parido y que lo había amado, a la que el loco se rendía y de la cual soportaba todo. La ciudad que lo había esclavizado a su seno y lo había condenado a vivir en el torrente de sus calles como venas, a recorrerlas de principio a fin, sin parar, a dormir acurrucado en una de sus infinitas graderías o en los arbustos del río o en la puerta de algún bar. A soportar frio, lluvia, granizo, patadas de policías, insultos de borrachos, burlas de niñitos bien, empujones, escupitajos y alguna que otra caricia de hombres maquillados pasados de tragos y de polvo de coca. Lo había condenado a comer basura, frutas podridas o solo sus cáscaras, a roer huesos de pollo, a rebuscar pedazos de carne entre sobras, a comer una pieza de pan duro de vez en cuando y a relamer envases de helado…
En fin, al loco no le importa nada, se detiene, sonríe, busca algo que ya no recuerda, habla con alguien que ya no esta y acepta su destino. Se limpia la saliva remanente de la boca con el pelo largo, tieso, duro de mugre y grasa mientras se orina en los pantalones roídos, rotos, parchados, cosidos, enmohecidos, ensangrentados, congelados, derretidos, colados unos con los otros.
Entonces vuelve a sonreír y a repetir frases inentendibles, toma su basura, sus bolsas, sus cartones y continua su recorrido condenatorio por las calles, desprendiendo ese olor que cada parte de su cuerpo semi podrido emana distintamente, pero al mezclarse prodce un aroma tan fuerte y penetrante que fácilmente confunde a quién lo siente y se mimetiza y se transforma. Es un olor como a río, a soldado, a ceviche, a monja, a jailón, a ropa sucia, a minibús, a arroz quemado, a pasankalla, a pañal, a cerveza, a chicharrón, a frenos quemados, a vaca, a sangre, a leche, a vómito, a perro mojado, a clefa, a lápiz labial, a masa de pan, a manta de chola, a baño público, a ajo, a humo, a q’owa, a incienso, a media nylon…
Tal ves esa era la razón por la que toda la gente que pasa cerca de él, haga una cara de asco pero a la vez aspire profundamente y mire de reojo y trate de escuchar sus balbuceos, dando de esta forma una especie de éxtasis a sus morbosos sentidos.
Pero el loco no los mira, no los huele, no los escucha. Sigue su camino mientras se hurga la nariz y se rasca el poto y vuelve a buscar aquello que ya no recuerda y de pronto llora por nada o ríe por todo…condenado, embrujado, agarrado por esta ciudad tan extraña, tan poderosa, tan madre, tan bruja, tan puta, a la cual pertenece como un esclavo, hasta su muerte en una de sus venas como calles o en una de sus calles como venas…
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